FUNDA ROJA

Cuántas emociones he tenido imaginando que eras tú quien me hablaba. Encendiendo un cigarrillo me desahogo entre el humo, y las lágrimas destruyen mi corazón. El bullicio de la soledad me quema. No me deja pensar. Me hace torpe en el tablero de ajedrez, pero soy un guerrero caprichoso y orgulloso, y me encanta saber que lo sabes.

Soy incapaz de defraudar a quien me eligió. Soy el que te encogió en el primer movimiento. Recuerdo cómo se dibujó el payaso en tu frágil rostro. Levantaste las cejas y luego tus ojos se expandieron, y al segundo tuviste el síndrome de la campana. Inmediatamente consumí ese pensamiento abstracto. La timidez rápida es la mejor guiñada después de un coñac.

Otra calada suave y arrogante en medio de la soledad. Otro pensamiento abstracto que entra sin llamar a la puerta de mi sabiduría. Duraría simplemente un soplo, pues eres nadie. Estaría fingiendo una vida que no viviría. Mentiría si te dijera que me encanta prenderte fuego. Fue el punto 16 el que te dio diarrea. Inconscientemente, los zumbidos de las moscas y un temblor en tu corazón sacudieron la mesa de ajedrez, estropeando el arte y apareciendo como por arte de magia el cirujano con su aguja e hilo en mano.

¡Ay, la soledad! ¿Qué haría yo sin ti? Tú que descansas en la copa de mi justicia. Tú que vistes a la musa con lino fino. Tú que quitas al que tiene y das a tu hijo. ¡Oh, soledad que desciendes al fondo de una lágrima y la haces caprichosa y poderosa! Las conviertes en rosas y sus espinas en espadas para las carabelas de los muertos. Otra calada más triste, más triste que la anterior. La soledad se viste de camarera y me sirve otro trago de coñac, y de paso se toma el de ella, pero antes brindamos al ver cómo el médico forense te arrastra por el suelo en la bolsa roja. ¡Oh, soledad!

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