LA MÁSCARA

Eran las tres de la madrugada cuando mis ojos, inexplicablemente, se abrieron de golpe. Una vibración helada recorrió mi cuerpo, como si una presencia invisible hubiera atravesado el umbral de mi habitación. Permanecí inmóvil, con la respiración contenida, dejando que la angustia inicial corriera a su paso. A tientas, encendí la lámpara junto a mi cama, y al hacerlo, mis ojos captaron algo que me hizo olvidar por un instante cómo respirar: una silueta oscura corrió hacia el armario, ocultándose entre las sombras y tejidos.

El miedo me paralizó. Intenté abrir la puerta para escapar, pero estaba inmóvil, como si un poder desconocido la retuviera. En un instante caótico, los objetos sobre mi tocador fueron lanzados violentamente al suelo, seguidos por los cuadros, que se desplomaron de las paredes.

 

Comencé a llorar, llamando desesperadamente a mis padres en la habitación contigua. Pero mis gritos se transformaron en susurros guturales, monstruosos, como si mi propia voz se diluyera en la oscuridad. Sin previo aviso, fui levantada del suelo, flotando en un estado de horrible consciencia. Mi corazón latía desbocado, un tambor desesperado intentando liberarse de mi pecho. Y entonces, caí pesadamente sobre la cama, solo para rebotar y aterrizar en el suelo.

Intenté levantarme, pero algo con pezuñas presionó mi cabeza contra el piso, aunque sin fuerza suficiente para hacerme daño. Miré con aprensión bajo la cama, donde unos ojos brillantes me devolvieron una mirada penetrante antes de desvanecerse. La misma silueta del armario susurró mi nombre desde las sombras:

—Caty, Caty, Caty, ven a mí. No tengas miedo. Hoy serás mía.

Aquella voz tenía una dulzura inquietante, un timbre que se anidó profundamente en mi mente, desarraigando la realidad. Confusa, le respondí casi instintivamente:

—¿Eres tú, Esteban?

 

La familiaridad era desconcertante, como si hubiéramos compartido vidas pasadas. Todo era tan vividamente real que sentí un desgarro en mi lógica. Me levanté y caminé hacia el armario. Cuando aparté la ropa, la silueta negra se transformó en un paisaje deslumbrante. La vegetación vibrante y llena de vida se desplegó ante mí. Una cascada resplandeciente caía, mientras copos de nieve se convertían en oro al tocar el suelo. Pájaros oscuros danzaban en un cielo surrealista.

Allí, sentado junto a una fuente de agua cristalina que lentamente se tornó carmesí, estaba él. Con una sonrisa que mezclaba calidez y misterio, agitó su mano para atraerme:

—Amado mío, ¿por qué me has abandonado?

—Nunca te he abandonado, mi reina. Siempre he estado a tu lado. He sentido cada lágrima, cada tormento que te infligieron tus padres. He venido por ti en sueños innumerables veces. Ven, que te mostraré las estrellas y el reino que es nuestro. Debes decidir. Si dudas, desapareceré para siempre.

 

Sus palabras eran hipnotizantes, envolviéndome en una promesa de amor y salvación. Me lancé a sus brazos, deseando olvidar todo lo demás. Pero una advertencia resonó en mi mente, palabras de un pastor escuchadas tiempo atrás:

—Y hasta el diablo se viste de ángel de luz para engañar a los elegidos del Señor.

 

A pesar de la advertencia que repicaba en mi mente, su voz dulce y melodiosa apagó esas dudas, ahogando mis miedos. Abandonándome a su abrazo, me perdí en su cálido entorno.

Al amanecer, mis padres entraron aterrorizados en mi habitación. Allí, frente al armario abierto, encontraron mi cuerpo, colgado en un gesto trágico y final, el epílogo de una noche donde la realidad y la pesadilla convergieron en un solo destino.

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