SACRIFICIO DE SANGRE

Pascual Gutiérrez disfrutaba de una vida de lujo y prestigio. Conducía los últimos modelos de automóviles, vestía las mejores modas y vivía en una impresionante mansión junto a una familia que parecía sacada de una revista. Sus credenciales como abogado eran impecables, y junto a su esposa, una destacada abogada en el gobierno, disfrutaban de una vida aparentemente envidiable. Sin embargo, el mundo perfecto de Pascual estaba a punto de tambalearse.

 

Una noche, en el exclusivo club donde solía socializar con sus amigos, Pascual se encontró cara a cara con un fantasma del pasado: su hermano menor, Nemesio. La sonrisa sardónica de Nemesio era un cruel recordatorio de las sombras que Pascual había logrado mantener a raya hasta entonces.

—¿No me vas a dar un abrazo? —preguntó Nemesio con un tono mitad burla, mitad desafío, extendiendo sus brazos.

—Jajaja, ¡demonios, Nemesio! Qué cambio has dado —replicó Pascual tras tomar un sorbo de su copa—. ¿Cuándo saliste?

—Déjate de falsedades, Pascual —respondió Nemesio con las cejas arqueadas—. Sabes tan bien como yo que no estás feliz de verme.

—¿Cómo puedes decir eso, hermanito del alma? —intentó Pascual con una sonrisa de impostura.

—No me digas esas cosas, que me dan ganas de llorar... hipócrita. Ni te dignaste visitarme en prisión.

—Nemesio, la distancia y el trabajo... ya sabes. Pero dime, ¿en qué puedo ayudarte hoy?

—No necesito nada de ti, maldito imbécil. Solo quiero recordarte que he vuelto y estoy limpio. Ahora, quiero mi dinero.

—Jajaja... No te queda nada, Nemesio. Tu dinero se fue en fiscales, abogados y, más importante, en el juez. ¿Por qué crees que solo te dieron diez años? Así que busca un trabajo honrado y evita terminar en cadena perpetua.

 

Cuando Nemesio salió del club, sintió un inmenso alivio. Había logrado controlar su rabia por sí mismo. No necesitaba medicamentos de ninguna clase como los que le daban en prisión, y mucho menos un psiquiatra. Simplemente había jugado con su hermano porque sabía que este no había hecho el menor esfuerzo por sobornar al gabinete del tribunal; solo fingía, como el gran miserable que siempre había sido.

Sin embargo, Nemesio estaba seguro de que el destino se encargaría de cobrarle a su hermano todo el daño que le había hecho, tanto a él como seguramente a otras personas que habían confiado en él para después ser torturadas mentalmente en una prisión de máxima seguridad.

 

Nemesio continuó caminando hasta llegar a una estación de taxis. Allí sacó un papel y se lo entregó al hombre corpulento que atendía en la oficina, pidiéndole que lo llevaran a esa dirección. El hombre asintió y, tras un par de minutos, llegó el taxi que lo conduciría a la casa de su amigo, aquel que había apostado todo por él a cambio de un pequeño trabajo en la prisión.

 

Su amigo, poco tiempo después, vio los resultados y se puso muy contento. Una noche, decidió visitar a Nemesio en su celda. Lo felicitó por el trabajo bien hecho y le mostró las cartas sobre la mesa, explicándole cómo iban a desarrollarse las cosas para él a partir de ese momento. Una semana después, Nemesio recibió su primer paquete de cocaína a través de un guardia. El mismo guardia se encargó de trasladarlo a una celda más amplia y cómoda. A partir de entonces, empezó a recibir visitas conyugales y a disfrutar de muchas otras ventajas.

—Qué gusto saber que estás libre. ¿Por qué no me avisaste? Sabes que habría enviado a alguien a recogerte.

—No te preocupes, no le avisé a nadie —respondió Nemesio, acomodándose en un lujoso mueble de cuero—. No quiero quitarte mucho tiempo. Planeo hacer un movimiento importante y quiero que estés al tanto. Voy a mandar al infierno a Pascual.

—¿Todavía estás atormentado por tu hermano? Mira, si es así, te doy un consejo: deja que la vida le pase factura —sugirió su amigo, encendiendo un tabaco con calma—. Además, no te falta dinero.

—Sabes que no es por el dinero. Es algo mucho más personal —le recordó Nemesio, alargando el brazo para recoger el mechero que su amigo le ofrecía.

—Entiendo, pero sabes que puedo encargarme de ese asunto.

—De ninguna manera —interrumpió Nemesio, con un tono urgente en su voz—. Ese muerto es mío.

—Solo quiero que lo consideres. No es lo mismo deshacerse de alguien de la calle que de tu propia sangre.

—Jajajaja. No, amigo mío, la sangre verdadera te acompaña hasta el final, pase lo que pase. Siempre está presente —dijo, deteniéndose para encender un cigarrillo—. Pero este malnacido me dejó tirado como a un perro. Se dio la buena vida a costa de lo mío, y debe pagar por lo que hizo...

La tensión en la habitación era palpable, mientras el humo del tabaco creaba un ambiente denso y las palabras de Nemesio resonaban con firmeza. Cada frase parecía cargar con el peso de los años de traición y resentimiento. La habitación apenas iluminada reflejaba el tenso intercambio, en el que ambos hombres comprendían el peligro que acarreaba confrontar a un hermano, un vínculo de sangre imborrable, pero manchado por la traición. El sonido del encendedor y el aroma del tabaco añadían una capa de intimidad al momento, como un pacto sellado en una nube de humo.

 

Nemesio llegó con un propósito claro: encontrar un buen arma y proponer algunos planes que había estado desarrollando en su mente. Con precisión detallada, le expuso a su amigo su estrategia para apoderarse de los puntos controlados por los rusos. Planeaba conquistar el área oeste y convertirse en los dueños del territorio, una ambición que anteriormente no había prosperado, generando cierta inquietud en su socio. Sin embargo, el hombre decidió confiar una vez más en Nemesio, reconociendo su enfoque decidido.

 

Pasados unos días, Nemesio puso en marcha su plan. Seguía de cerca cada movimiento de su sobrina, consciente de que era su punto de acceso al lado más vulnerable de su hermano. Pacientemente, esperó el momento idóneo para acercarse a la joven. Esa noche llegó cuando ella salió a pasear a su perro.

Finalmente, llegó el momento. Nemesio se estacionó casi al mismo tiempo que Violeta. Al descender del coche, ella le dedicó una sonrisa inocente, que él apagó con un murmullo sombrío entre dientes: «Pobre sobrina, qué lástima que tengas por padre a una basura».

 

Violeta comenzó a pasear a su perro, y después de un rato, cruzó frente a Nemesio, quien aguardaba en un banco, meditando cuidadosamente su siguiente movimiento.

—Disculpe, ¿es usted Violeta Gutiérrez? —preguntó con voz serena pero firme.
—Sí, ¿por qué? ¿Nos conocemos?

—En efecto, aunque puede que no me recuerdes. Soy tu tío Nemesio.
—Nemesio —repitió con el ceño fruncido—. No tengo ningún tío llamado así, y si no dejas de molestarme, llamaré a la policía.

 

Nemesio percibió que la situación se complicaba y, con una fría determinación, sacó su pistola y disparó al perro de Violeta. El estallido resonó en el aire y, al instante, la joven se arrodilló junto al animal herido, presa de un dolor visceral. Intentó escapar, pero Nemesio la alcanzó rápidamente. Sin vacilar, la sujetó por el cabello y la arrastró hasta meterla en el maletero de su coche.

 

Horas después, se encontraban en una remota casa de playa, un lugar impregnado de recuerdos y secretos oscuros pertenecientes a su padre. La atmósfera era pesada, cargada de la brisa salada y del eco de memorias pasadas. Nemesio, luchando con sus propios demonios y la rabia acumulada hacia su hermano, transformaba cada rincón del lugar en un escenario para su venganza.

Nemesio había atado a su sobrina a una silla, asegurando cuidadosamente sus pies y manos, rodeándola con explosivos estratégicamente colocados. La observaba con una mezcla de lástima y rencor, un conflicto interno que lo consumía. A menudo, su semblante cambiaba drásticamente, pasando de la compasión al enojo descontrolado al recordar a su hermano. En esos momentos, acercaba su rostro al de ella, y una risa maquiavélica brotaba de sus labios.

—No deberías malgastar tus lágrimas hasta que llegue tu encantador padre. Seguro estará encantado de verte en un estado tan miserable —dijo, mientras su voz se tornaba en una amenaza velada—. Pero bueno, vamos al grano.

 

Violeta, atrapada en este mar de sombras, sentía el peso del trauma caer sobre ella como una tormenta. Desconcertada y aterrada, luchaba por comprender las motivaciones de un hombre que afirmaba ser su tío, pero que para ella no era más que un peligroso extraño.

Para Nemesio, el secuestro de Violeta era la última pieza de un rompecabezas de venganza largamente esperado. Sin embargo, sabía que cruzar esta línea implicaba un punto de no retorno. Los recuerdos de traición por parte de Pascual eran cicatrices que lo motivaban, pero en el fondo, también era un hombre destrozado por sus propias elecciones y buscando alguna clase de redención torcida.

 

Nemesio realizó la llamada crucial, y su hermano Pascual aceptó el trato al oír los gritos desesperados de su hija. Comprendía mejor que nadie la seriedad en la voz de Nemesio cuando le advirtió que tenía una hora para llegar y que bajo ninguna circunstancia involucrara a la policía, y mucho menos a su esposa.

Pascual, desesperado, ofreció hasta un millón de dólares en efectivo a cambio de la libertad de Violeta. De repente, la línea quedó en silencio. Al intentar llamar de nuevo, solo escuchó un mensaje de voz inquietante: "Hola, soy El Mago, el que te va a regalar un boleto al infierno si no llegas a tiempo, y tendré que dárselo a la guapa que tengo frente a mí".

—¡Maldito! —gritó Pascual, impotente.

 

Cuando finalmente llegó a la cabaña, se dio cuenta de que su hija no estaba en la sala. Allí, sentado frente al televisor, estaba su hermano Nemesio. Pascual aprovechó la oportunidad que le brindaba la pistola que llevaba consigo, pero el reflejo en el televisor delató su presencia, frustrando cualquier intento de ataque. Nemesio, sin perder la calma, le advirtió que un disparo haría volar todo en pedazos.

—Ella no tiene la culpa de mi error —tartamudeó Pascual, con el peso del remordimiento.

—Vaya, por fin dices una verdad en tu miserable vida —respondió Nemesio, levantándose con un bate de béisbol en la mano—. Pero, ¿por qué no cierras mejor la boca?

—Dime qué quieres que haga —suplicó Pascual, buscando una salida.

—Ya no quiero nada de ti —culminó Nemesio, dejando caer el bate con fuerza sobre la mandíbula de Pascual.

El impacto del golpe hizo que Pascual volara hacia atrás, su mandíbula destrozada por la fuerza del bate. Al caer, Nemesio se le acercó, notando su inmovilidad. Estaba casi seguro de que su hermano estaba inconsciente. Sin perder tiempo, extrajo una jeringa llena de morfina y se la inyectó en el pecho, riendo mientras decía:

—¿Ves qué bien te ves ahora? Pues prepárate para ver el infierno arder ante tus ojos.

 

Con esfuerzo, levantó a Pascual en sus brazos y lo llevó fuera de la cabaña, dejándolo caer pesadamente sobre la arena. Pascual, tratando de hablar, solo lograba emitir súplicas incoherentes, una súplica muda de desesperación.

—Sabes, no entiendo nada de tu nuevo idioma —comentó Nemesio con desdén—. Pero sé que tú puedes entenderme claramente, y si no, lo harás a las malas.

Nemesio se dirigió hacia su coche, abriendo el maletero para sacar una motosierra, que encendió mientras caminaba de regreso.

—Mira, Pascual, qué regalito más bonito —dijo con una sonrisa torcida—. Pero todavía no te vas a enamorar de ella hasta que veas la sorpresa.

 

Primero, Nemesio llamó al centro de emergencias y les informó de sus intenciones, calmado y metódico. Seguidamente, detonó la cabaña, mientras Pascual, todavía aturdido, comenzaba a emitir suaves quejidos, rogando desesperadamente por la vida de su hija, quien ya había perecido en la explosión.

Cuando finalmente logró incorporarse del suelo, Nemesio dirigió la motosierra a sus piernas, atrapándolas con precisión. Acto seguido, las envolvió con tiras improvisadas para evitar que se desangrara. Se inclinó hacia él y dijo con frialdad:

—He sacrificado a mi propia sangre, pero lo he hecho con gusto. Y si algún día me preguntasen por qué, la respuesta es simple, Pascual: la sangre no se traiciona ni por oro, ni por plata, ni por una mujer...

La voz de Nemesio era una mezcla de ira contenida y una satisfacción sombría. La escena estaba bañada por las luces intermitentes de las llamas distantes, las sombras danzando violentamente alrededor, capturando por un momento la esencia de una tragedia familiar irreversible.

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