Los sueños habían sido un refugio frágil en medio del caos, pero cuando mis ojos se abrieron a las 3:00 de la mañana, el mundo exterior se presentó como una condena silenciosa. El eco de un latido sordo reverberaba en las paredes de mi pecho, un recordatorio constante de que la vida seguía, a pesar del abismo que se había abierto entre lo que había sido y lo que ahora es. La habitación estaba teñida de una penumbra siniestra, quebrada apenas por el resplandor naranja de un cielo herido, inflamado por incendios lejanos que no daban tregua. Afuera, la quietud era engañosa, un tapiz de calamidades susurrantes que el viento arrastraba como ceniza.

 

Allí en el borde del mundo antiguo, donde las sombras se arrastraban como si fueran conductos de un destino inexorable, los zombis se movían lentamente. Eran vestigios de una humanidad antaño viva y vibrante, ahora reducida a vestigios mutilados, recorriendo las ruinas de un pasado perdido. En mi habitación, vibración amarga me recorrió cuando de repente vi una sombra deslizarse en los recovecos de la oscuridad. Al enfocarme, mi corazón dio un vuelco. El único armario que aún guardaba fragmento de mi vida antes del cataclismo se erguía como un testigo mudo del inexorable avance de los horrores.

 

Un terror frío asfixió mi mente cuando intenté abrir la puerta trasera para escapar; una fuerza invisible la mantenía cerrada, intensificando mi sensación de estar atrapada en una pesadilla sin fin. Al agudizar mis sentidos en medio del caos, escuché el sonido de lo inevitable: objetos cayendo al suelo, el presagio de que nada volvería a ser como antes. Quise gritar, mi voz intentando perforar la densidad asfixiante del aire. Recordé momentos felices, las risas de tiempos que se esfumaban tan rápido como habían aparecido. Sin embargo, mis gritos fueron en vano.

 

El aroma metálico del miedo se intensificó cuando un grupo de zombis rompió lo que quedaba de la barrera entre mi presentimiento y la horrenda realidad. Mis padres fueron alcanzados por sus fauces desesperadas. La impotencia me atravesó como hielo candente. Recordé el arma que mi padre había escondido, un legado silencioso destinado a momentos de última necesidad. En un estado impulsivo de supervivencia, mis manos se apoderaron de ella y la descargué en rápidos estallidos que retumbaron como una letanía de venganza, silenciando a las criaturas que habían invadido mi hogar.

 

La devastación permanecía incluso después de que el humo se despejara. Miré a mis padres, ahora irreconocibles, transformados en sombras de una vida que ya no existía. Lágrimas de impotencia se mezclaron con el sudor frío de mi frente. Me dirigí tambaleante hacia la puerta, buscando el mundo exterior que parecía tan lejano como un planeta distante.

 

Conduje sin rumbo fijo, el ruido del motor luchando por llenar el silencio opresivo que se asentaba sobre mí. La idea de encontrar a alguien con quien compartir esta carga insoportable me llevó a casa de mi amiga Keyla, una presencia luminosa en otros tiempos, en un mundo que parecía haberse evaporado en un parpadeo.

 

Al llegar, la puerta abierta se meció levemente en el viento. Al internarme, el corazón se me encogió al ver la evidencia del horror que también había alcanzado esa casa. La sangre manchaba las paredes con un testimonio silente de la impotencia y el terror. El aire estaba denso con la ausencia de vida, pintando con el ruido sordo de mis pasos al subir al piso superior. Apenas entré a su cuarto, un zombi emergió hacia mí con intención mortífera. El impacto de la bala que disparé resonó en el ambiente, dejando un eco persistente luego de que el sonido se disipara.

 

Dentro del cuarto de Keyla, la encontré convertida, su presencia familiar ahora distorsionada por el insaciable deseo de los muertos vivientes. No había vuelta atrás, debía hacer lo impensable. Terminé con ese tormento no natural de la única forma que quedaba posible, y una parte de mi espíritu murió con ella. Mis ojos, nublados por el dolor y el remordimiento, recorrieron el cuarto en busca de algo que recordara la vida que habíamos compartido. Fue entonces cuando su suave gemido rompió el silencio opresivo del cuarto. Provenía del armario, y por un breve instante, la esperanza surgió en mi pecho. Al abrirlo, encontré al fiel Brandon, el Rottweiler de Keyla, acurrucado y tembloroso. Sus ojos, llenos de miedo y confusión, se encontraron con los míos. Aunque sabía que no estaba preparada para cuidar de él, no podía dejar atrás a aquel ser que compartía conmigo la conexión de tiempos mejores y de protección mutua en aquel mundo cruel.

 

Tomé a Brandon y salí de la casa, marcada por la devastación de los zombis, pero ahora con un nuevo valor avivada por su presencia. Nos subimos al auto, y el sonido del motor nos apartó del horror inmediato, pero no del dolor persistente del alma. Conducimos sin un destino claro, mientras las lágrimas seguían cayendo, surcos de desesperación y pérdida que me hacían cuestionar si quedaba algo por lo que luchar.

 

Con el tanque de gasolina marcando el límite, me detuve en una estación de servicio abandonada, un rastro más de la civilización que había colapsado sobre sus propias promesas rotas. Allí, en la penumbra del amanecer, llené el tanque y busqué comida en las estanterías vacías de la tienda. Las latas de alimentos eran un pequeño pero necesario logro en medio de la incertidumbre. Cuando volví al auto, el cansancio apretaba mis huesos, un peso que me hundió en un sueño inquieto, cargado de vigilias y temores.

 

Al despertar, el día había avanzado sin permiso, y un joven, su rostro endurecido por el mismo mundo decadente, golpeó suavemente en la ventanilla. Con el corazón en un puño, tomé la escopeta y apunté, mi instinto de supervivencia agudizado por el peligro constante. Sin embargo, Brandon me calmó con su placidez, observando al extraño con curiosidad abierta. El joven se presentó como Willy, y con palabras medidas intentó advertirme de la peligrosidad del área, como si los zombis fueran las únicas amenazas que acechaban nuestro presente.

 

Su mirada cautivadora, con el brillo de alguien que había visto demasiado, no logró penetrar mi coraza. Contesté de manera cortante, agradeciendo su advertencia, pero dejando claro que no buscaba compañía. En un mundo donde la confianza se había convertido en un recurso escaso, cualquier acercamiento provenía con un aire de sospecha. Con un gesto hacia Brandon, que observaba la interacción con sabiduría impasible, me aparté del joven y puse en marcha el coche, decidida a continuar mi camino sin perder valioso tiempo en discusiones.

 

Sin embargo, fue inevitable notar que Willy me seguía. Desde el retrovisor, observé su figura tenue, un espectro que se mantenía a la vista, pero a una distancia segura, como si intentara decidir si su compañía sería bienvenida o rechazada en nuestras vidas. Finalmente, me detuve en una residencia abandonada, una sombra más de la antigua prosperidad que el mundo había conocido. El sol se desvanecía en el horizonte, tiñendo de rojo las paredes deterioradas de la casa. Era un refugio por ahora, aunque precario y efímero.

 

El día pasó entre sombras y silencio. En esa soledad compartida con Brandon, mis pensamientos divagaban por un laberinto de recuerdos y futuros inciertos, hasta que un ruido sutil alertó mis sentidos. Willy había encontrado el coraje —o la necesidad— de acercarse una vez más. Esta vez, su mirada tenía una mezcla única de empatía y familiaridad, como si fuéramos dos fragmentos sui generis arrojados al mismo mar tempestuoso por diferentes tormentas.

 

Su silueta se delineó en el crepúsculo moribundo, y por un momento, el aire entre nosotros pareció cargarse de una energía diferente, un potencial de algo que, en otro tiempo, en otro mundo, podría haberse llamado esperanza o compasión. El destino aún no estaba decidido, pero allí, en el borde de lo conocido y lo desconocido, en esa casa que representaba tanto refugio como incertidumbre, las puertas del corazón quizás comenzaban a entreabrirse, permitiendo una tenue brisa que soplaba desde una dirección de improbable libertad.

 

El futuro seguía siendo una incógnita, y aunque el miedo aún gobernaba cada paso, entendí que, tal vez, no estaba tan sola como había pensado al principio. Mientras la noche avanzaba, me aferré a esa idea, dejando que el destino sonriera conmigo.

 

Mis pensamientos vagaban por el ambiente cargado de tensión, con el leve murmullo del viento susurrando su lamento a través de las paredes de la casa abandonada. A medida que el sol se ocultaba lentamente en el horizonte, la paranoia de que algo o alguien pudiera asechar en la sombra se arremolinaba en mi mente. Willy, ese joven desconocido que me había seguido hasta aquí, se acercó cautelosamente, manteniendo las manos visibles y los gestos calmados, como si quisiera demostrar que no representaba una amenaza.

 

—No quería ahuyentarte —dijo, su voz un tanto ronca por el polvo del camino y la necesidad de ser oído.

 

Brandon permanecía a mi lado, inmóvil pero alerta, como si también evaluará la sinceridad del recién llegado. Las tenues luces del crepúsculo nos envolvieron en una penumbra tranquila.

 

Le observé detenidamente, evaluando no solo sus palabras, sino también el contexto del entorno en el que nos encontrábamos. Comprendía que en un mundo donde la naturaleza humana se había visto retorcida hasta el límite, cualquier tipo de interacción social debía analizarse a conciencia, sopesar cada acción como si fuera parte de una ecuación vital.

 

—La vida ya no es como antes, ¿verdad? —respondí, mi voz apenas un susurro, casi perdida entre la brisa que corría por la habitación.

 

A pesar de mi reticencia inicial, mis palabras delataban una añoranza por la simple compañía, aquella que solía darse por sentada en edades pretéritas.

 

Willy asistió, un gesto que reflejaba comprensión. Nos quedamos allí parados, en la penumbra, dos figuras desperdigadas tratando de hallar sentido a los fragmentos de vida que cada uno arrastraba. Me di cuenta de que en sus ojos había algo más que mera supervivencia; eran las marcas de alguien que, a pesar de las calamidades, aún albergaba destellos de humanidad en su interior.

 

La conversación pasó a un tono más sereno mientras ambos intercambiábamos palabras sobre el pasado, sobre lo que habíamos perdido y también sobre lo poco que, sorprendentemente, habíamos encontrado en los parajes inciertos del presente. Cuando la curiosidad se hizo más espesa, decidimos fortificar el refugio improvisado, colocando obstáculos en las entradas y asegurándonos de que nadie ni nada pudiera penetrar en nuestra frágil burbuja de seguridad nocturna.

 

Willy se ofreció a compartir la vigilancia y sugirió una rotación para que ambos pudiéramos descansar. Acepté, sabiendo que por más indescifrable que pudiera ser, dos pares de ojos eran siempre mejores que uno solo. Mientras él tomaba el primer turno, me permití un momento de cierre ocular, intentando relajarme lo suficiente como para entregarme al sueño, aunque fuera por un instante.

 

A la distancia, el aullido de un lobo se mezcló con los crujidos del viejo edificio, y aunque el miedo aún animaba en mi pecho como una serpiente dormida, había una pequeña chispa de tranquilidad en saber que, al menos por esa noche, no estaría enfrentándola sola. A pesar del peligro persistente del mundo exterior, una nueva narrativa comenzaba a escribirse con la tenue luz del amanecer a lo lejos, un preludio de posibilidades en medio de un capítulo de oscuridad.

 

El amanecer trajo consigo una paleta de colores apagados, pero suficientes para revelar el rostro cansado de Willy. Al cambiar de turno, una silenciosa comprensión pasó entre nosotros. En este extraño y cruel nuevo mundo, los aliados podrían convertirse en la única moneda verdaderamente valiosa. Con un suspiro de aceptación, asumí mi lugar en la vigilia, observando como el primer día de una incierta alianza comenzaba a desplegarse ante nosotros.

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