La lluvia, mezclada con cenizas y residuos de un cielo tóxico, caía persistentemente sobre los restos de una ciudad que parecía haber olvidado sus propias memorias. Los charcos formados reflejaban un gris lúgubre y sus ondas se expandían como ecos solitarios en un mundo que había dejado de prestar atención. Las ruinas se alzaban como gigantes adormecidos, recordatorios silenciosos de la humanidad que una vez pobló sus calles.
Serena, con la máscara antigás firmemente ajustada sobre su rostro, ignoraba la constante pesadez del ambiente. Su mirada perforaba el velo de la desolación, buscando su destino en el horizonte desmoronado. Sus pasos resonaban en una armonía silente con los latidos de su corazón, aún acelerado por la urgencia de la promesa realizada a través de las ondas radiales: la esperanza de encontrarlo una vez más.
Darwin, su amor, había encontrado la forma de comunicarse con ella a través de una radio de onda corta. Era un destello de conexión humana en un mundo que parecía haber olvidado lo que significaba estar vivo. Serena apretaba el paso, el crujido del equipo colgado de su cinturón marcando el ritmo, recordando las instrucciones que él mismo le había dictado sobre cómo llegar hasta él. Había indicios de su humanidad en sus palabras, pero también algo más: trazas de temor y despedida.
Se adentró finalmente en el callejón estrecho, reconociendo el entorno que le había descrito Darwin. Sabía que estaba cerca y lo que alguna vez fue una mezcla de anticipación y alegría ahora se había transformado en ansiedad. No había luz que la guiara, pero no importaba. El eco de las instrucciones seguía resonando en su memoria. Sin embargo, algo no estaba bien.
Al cruzar entre las sombras más oscuras del callejón, el silencio se tornó en un susurro inquietante. El sonido de la respiración pesada, aquella que había aprendido a temer en este nuevo mundo, resonó detrás de un muro derruido. Serena se congeló, su mano acariciando el frío metal de la pistola en su cadera.
Y ahí estaba Darwin. Pero no el hombre que había amado. Su figura tambaleante y las manos crispadas reflejaban la inhumanidad que ahora lo poseía. La infección lo había consumido, transformándolo en uno de ellos; un ser despojado de su esencia, movido solo por un hambre insaciable.
La máscara de Serena la protegía de las toxinas del aire, pero no podía protegerla de la realidad de lo que Darwin se había convertido. A pesar del terror que apretaba su interior, una lágrima silenciosa resbaló por su mejilla bajo la máscara. Recordaba aquellos días en los que ambos compartían sueños de un futuro; un futuro que la epidemia les había arrebatado brutalmente.
El mundo se redujo a ese instante. Darwin, o lo que alguna vez fue él, se movía erráticamente hacia ella, sus ojos carentes de la chispa de vida que Serena tanto había amado. En su mente, se repitieron las palabras que Darwin le había dicho una y otra vez: “si llego a convertirme… no dudes’’. Sabía lo que debía hacer, aunque su corazón se resistiera a aceptarlo.
Con manos temblorosas, Serena sacó la pistola. La levantó, el cañón firme apuntando al rostro que había amado. Un último adiós, y la súplica de paz para el hombre que alguna vez fue. Respiró hondo, la máscara amplificaba el sonido de su respiración, el mundo parecía sostener el aire en su lugar.
La detonación fue un trueno ahogado en el pandemonio del silencio que siguió. Darwin cayó, y con él, una parte de Serena también lo hizo. El eco murió lentamente en el susurro de la lluvia y el llanto silencioso de Serena, que se mezclaba con las gotas grises que caían alrededor.
Avanzó hacia él y se arrodilló junto al cuerpo inerte, deseando que su amor encontrara la paz que el mundo ya no podía ofrecerles. Una vez más sola, levantó la mirada hacia el horizonte, preparándose para enfrentar el mundo sin él. En su corazón, la chispa de esperanza aún luchaba por no apagarse, alimentada por el amor eterno que les unió, incluso en la muerte.
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