SOY TU DESTINO

El sol se filtraba por las rendijas de la ventana, golpeando implacablemente el rostro de Dylan Rabón cada mañana. Sus quejas matutinas a Dios se habían convertido en un ritual constante. Despertaba con un humor tan sombrío que incluso él encontraba difícil soportarse. Sus paseos repetitivos por los pasillos de la casa siempre culminaban en el baño, donde se plantaba frente al espejo para luego inclinarse sobre el inodoro, buscando su reflejo en el agua con una fascinación peculiar.

 

Se mantenía allí por unos minutos, antes de repetir el ciclo. Abría sus ojos al máximo y se contemplaba con una intensidad que solo él disfrutaba, un placer tan único que ningún otro humano podría comprender. A medida que pasaban los minutos, una transformación profunda comenzaba a apoderarse de él.

 

Dylan Rabón había nacido con una misión: imponer disciplina a aquellos que se desviaban del camino recto. Sentía que solamente él podía ejercer esta disciplina anormal sobre los humanos. Poco le importaban los años de condena o la posibilidad de enfrentarse a la pena de muerte. Su justicia divina debía ser ejecutada con la mayor profesionalidad, pues entendía que había quienes necesitaban ser corregidos.

 

Un día, salió a comer, como solía hacer. En el restaurante, se topó inusitadamente con un individuo sumamente risueño, acompañado de una hermosa mujer de cabello rizado rojizo, piel blanca y un cuerpo impresionante. Murmuró entre dientes:

—Eres tú. —sonrió—. ¡Qué maravilla! Este restaurante me ofrece en bandeja a ese demonio.

 

Steven Tom vestía un elegante traje negro, como si estuviera a punto de firmar un contrato con la muerte. Sin darse cuenta, su destino estaba a solo unas mesas de Dylan, quien lo observaba como un buitre. Siguió atentamente cómo ellos jugaban con sus manos, experimentando las mariposas del estómago propias de los enamorados.

 

De repente, sus miradas se cruzaron brevemente. Luego, una más intensa hizo que Steven Tom derramara la copa que sostenía. Al intentar localizar a Dylan con la mirada nuevamente, este ya no estaba. Desde ese día, la investigación sobre la familia Tom comenzó.

 

La familia Tom recibió una visita inesperada. La puerta resonó tan fuerte que podría helar el corazón de cualquiera. La mujer, sola en casa, quedó paralizada por unos segundos antes de atreverse a mirar. Vio una capucha negra y un escalofrío recorrió su cuerpo. Volvió a mirar y, armándose de valor, preguntó qué se le ofrecía. Dylan no respondió de inmediato, se tomó su tiempo antes de hablar con voz grave:

—Soy tu destino.

 

La joven, presa del pánico, corrió a llamar a la policía. Sin embargo, cuando los agentes llegaron, no encontraron ni rastro de Dylan, ni siquiera una huella dactilar. La mujer fue llevada al cuartel para ser interrogada. Le mostraron varias fotografías, pero ninguna correspondía al hombre.

 

Pasaron varios días hasta que un incidente similar se repitió, esta vez con su marido como protagonista. Con él, Dylan llevó las cosas aún más lejos: deslizó bajo la puerta unas fotografías que mostraban a él junto a su amante, saliendo de un motel y otra comiendo en un restaurante con un florero de rosas rojas en la mesa.

 

El hombre, de tez trigueña, cuerpo delgado y ojos color café, abrió la puerta armado con una pistola, pero solo logró ver una silueta desvaneciéndose ante sus ojos.

 

Steven y Jennifer Tom vivieron varios meses aterrorizados por estos sucesos, lo que los llevó a instalar un costoso sistema de vigilancia, con cámaras tanto dentro como fuera de su residencia. Pero un día, Jennifer tuvo la brillante idea de escaparse a las montañas de Georgia. Allí, en una vieja cabaña, planeaban disfrutar del cálido verano y el hermoso paisaje.

 

Todo ese tiempo, Dylan seguía cada movimiento de la familia. Sabía que no debía actuar precipitadamente. Él era paciente, como un león, esperando el momento perfecto para cazar a su búfalo. El tiempo era lo que le sobraba; no tenía que preocuparse por deudas ni por comida, pues su pensión de veterano le proveía todo lo necesario. Incluso podía soportar la escasez de alimento por varios días, una capacidad que había perfeccionado durante su servicio.

 

La familia Tom llevaba semana y media en su cabaña, disfrutando del clima montañoso. Paseaban, se deleitaban con el lago, el canto de los pájaros, y la brisa que creaba una atmósfera de paz y alegría. Por las tardes, Jennifer solía acompañar a su marido en sus cacerías, aunque él parecía disfrutar más el tiempo a solas, concentrado con su rifle y su caña de pescar. Habitualmente, ojeaba las fotos ocultas en su bolsillo trasero y, alimentando sus deseos, pronto llamaba a su amante para una conversación cargada de pasión.

 

Así transcurría la vida de la pareja. Sin embargo, una tarde, cuando el cielo se tornaba gris y amenazaba con vestir de negro, Jennifer le suplicó a su marido que no saliera a pescar. Se sentía mal, una sensación extraña recorría su cuerpo obeso y pálido, provocándole náuseas y vómitos ocasionales. Pese a sus peticiones, su marido decidió marcharse, exhibiendo su machismo.

 

Dylan observaba a la familia desde lo alto de un árbol, como un depredador acechando a su presa. En el momento en que vio salir a Steven Tom, decidió poner en marcha su plan. La puerta de la cabaña estaba entreabierta y, al abrirla, produjo un leve crujido. Jennifer, sin embargo, no percibió nada. Dylan portaba un afilado puñal al estilo Rambo en su mano. Caminó con cautela a través de las diferentes habitaciones. La primera estaba repleta de cajas de cartón. En la segunda, había todo tipo de herramientas, incluyendo un galón de gasolina que atrajo su atención sobre una mesa de caoba. La tercera habitación albergaba a Jennifer, dormida.

 

Dylan la observó por unos segundos y dejó escapar una sonrisa burlona. Luego, se abalanzó sobre ella, llevando el puñal a su garganta.

—Deja de estar gritando que vas a despertar a los pajaritos —dijo.

Jennifer intentó defenderse con patadas y arañazos, pero su corpulencia le produjo una instantánea fatiga.

—Mírate, estás toda sofocada. Haré que ese cuerpo arda en el infierno y recupere su figura.

Con el poco oxígeno que le quedaba, Jennifer empezó a llamar a su marido.

—Steven Tom, Steven, Steven, hijo del diablo, ven a salvar a esta descerebrada. —se burlaba Dylan—. ¿Sabes quién soy?

Llorando y aterrorizada, ella respondió que no.

—Soy tu destino. ¿Te acuerdas ahora? —dijo riendo como un loco.

Al terminar sus palabras, la arrastró hasta la sala, donde le infligió la primera puñalada en su pierna derecha. Luego, su bota pisoteó su cabeza varias veces hasta hacerle sangrar.

—¿Ves lo que te pasa por estar con un hombre infiel? Su pecado te ha manchado de tal manera que te costará la vida.

Jennifer, casi inconsciente, probablemente no prestaba atención a las palabras de Dylan. Eso era precisamente lo que irritaba al hombre de cincuenta años, calvo, de rostro perfilado y piel oscura. Dylan fue a la habitación y trajo el galón de gasolina.

—Gordita, ve despidiéndote de tu miserable vida.

 

Sacó un martillo pequeño que llevaba en la cintura junto con clavos de aspecto oxidado y los clavó en las muñecas y los tobillos de Jennifer. Ella intentaba no sentir dolor, pero era imposible. Estuvo a punto de desmayarse cuando, de repente, sintió el puñal desgarrar cada tendón de su cuello. Dylan roció su cuerpo con gasolina y le prendió fuego.

 

Entretanto, su marido remaba deprisa hacia la cabaña, alarmado por el humo que emergía. Al desembarcar en el muelle, corrió presuroso, solo para ser detenido abruptamente por una trampa para osos que se cerró sobre su pie derecho. Su cuerpo se desplomó con gran rapidez, y sus gritos de agonía se escucharon a la distancia. En ese momento apareció Dylan, listo para cambiar el juego.

 

Steven Tom, desesperado, tocó con sus manos las botas de Dylan y levantó la mirada para encontrarse con una sonrisa sádica. Dylan, sin vacilar, dejó caer el hacha sobre el brazo de Steven.

—¡Ahhhhh, maldito infeliz! —gritó Steven con furia y dolor.

—Eso no debería doler, demonio —replicó Dylan con un tono frío.

—¡Jennifer, Jennifer! —llamaba Steven con desesperación.

—Has matado a esa pobre infeliz —dijo con una voz quebrada por la ira.

—Juro que te mataré maldito.

—Nooo, no lo creo, Tom. Ya no podrás pecar más.

 

Y con esas palabras llenas de una amarga determinación, Dylan descuartizó a Steven Tom. La noticia acaparó la atención de toda la nación americana. De nuevo, el infame criminal había atacado. Se hablaba de él como el criminal más temible, uno que hasta el día de hoy permanecía elusivo, gracias a su meticuloso y astuto modus operandi. Sin embargo, lo que más captó el interés público fue la macabra costumbre de hacer desaparecer las cabezas de sus víctimas, las cuales solían aparecer horas después en algún rincón de la ciudad, con un papel pegado en la frente que declaraba: “Soy tu destino”.